Asalto a la rebeldía
Darío Fritz
En los albores del siglo XX, un adolescente Salvatore Lucania imponía su ley junto a su banda en una calle céntrica de Manhattan. Las víctimas eran muchachos de su edad a los que extorsionaba con aplicarles una paliza sino le entregaban algo de valor. Se encontró con uno, cinco años menor, llamado Meyer Lansky, quien sentado sobre la nieve le respondió tranquilo: “vete a la mierda”. La rebeldía de Lansky resultó fructífera. Lucania, que ya se hacía nombrar Lucky Luciano, le tendió la mano y a partir de allí construyeron un emporio de la mafia italoamericana que duró décadas. El mafioso tiene la inteligencia de construirse sobre la ilegalidad, y saber elegir socios y adversario es la clave de su existencia.
La rebeldía hace a esas zonas grises en las que nos movemos en la vida que bien puede contribuir a una sociedad criminal, como a que una niña escape de su casa en rechazo a la imposición paterna de un casamiento arreglado o echar abajo un régimen autoritario con reclamos en las calles. La rebeldía tiene predicamento colectivo o individual. Fue la que terminó con reyes absolutistas, regímenes esclavistas, monarcas colonizadores, dictaduras cívico–militares, caudillos tiránicos, gobiernos fraudulentos. De la rebeldía nos vienen los personajes con brillo propio: Túpac Amaru, Sor Juana, Elisa Carrillo Puerto, El Che, Evita, Thelma y Louise.
Rebeldía implica desobediencia, indisciplina, obstinación, indocilidad, indomabilidad, levantamiento, pronunciamiento, sublevación, insurrección. Hasta revolución, si nos guiamos por la definición del diccionario de la RAE. Siempre se ha asociado a la injusticia, la desigualdad y el reclamo, pero en este siglo XXI el concepto se ha trastocado como si tuviera detrás una “contrarrebeldía” similar a la de “contrarrevolución”, esa que imponen fuerzas conservadoras y de un establishment acostumbrado a sojuzgar, las de la marginación de los intereses mayoritarios y de rechazo a las minorías. Lo contradictorio de todo ello es que esa rebeldía manifestada en boletas electorales o en destilar opiniones desde mensajes en redes sociales, hoy propicia la destrucción de los derechos de inmigrantes o población LGBTI+, humillar personas o naciones débiles, quitar empleos, destruir el medio ambiente o enriquecer multimillonarios.
Bajo la promesa de cambio, el hartazgo de las mayorías se traduce en destruir para ver luego qué ocurre. Al frente de quienes sintetizan el hartazgo no figuran cabezas que respondan al sentido común, sino una casta de misioneros autoritarios de la desigualdad que se aprovecha de un malhumor generalizado. “No nos dejemos engañar: la subversión no puede ejercerse desde el poder ni convertirse en marca o mercancía”, escribió la escritora Irene Vallejo, en un texto premonitorio titulado “Inconformistas en serie”. “Desconfiemos –advirtió– de quienes pretenden que seamos rebeldes siguiendo sus instrucciones”.
La “contrarrebeldía” alentada por la casta de misioneros autoritarios, se aprovecha de la democracia sin importarle su aplicación, y luego hace lo que Lucky Luciano y Meyer Lansky, aplastar sin misericordia. No está fácil regresar a las fuentes de la rebeldía. El poder del matón no se quita de un día para el otro y requiere de una colectividad organizada que hoy padece la disgregación (el migrante que no puede salir a la calle en un barrio de Chicago, el habitante de una comunidad de Guerrero asolada por criminales y autoridades indolentes, el palestino que los israelíes matan si intenta regresar a su casa, la deepfake contra mujeres que Meta permite en sus redes sociales). Rebeldía es confrontar con el poder establecido, non serviam (no serviré) podría ser su lema, pero el temor a la aniquilación de un simple cachetazo puede más. Por ahora.
@dariofritz.bsky.social

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